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Maternar en depresión

 

Las tres edades de la mujer. Gustav Klimt, 1905.


Maternar en estado depresivo es tal vez lo que más me ha costado en la vida. Porque no hay licencia médica que te permita hacer un alto en el cuidado de tus hijos, porque, aunque tengas el apoyo familiar y sobre todo de la pareja, es inevitable que el estar ausente para quienes más amas, traiga consigo un sentimiento de culpa a ratos más fuerte que la propia enfermedad.

Lo que te exige la depresión

Estar fuera por un tiempo, bajarte del carro, pausa, quietud, silencio, calma. ¿Pero acaso eso es posible en un hogar donde hay niños o adolescentes que poco entienden lo que le pasa a la mamá o al papá? Que de pronto esa figura siempre disponible en amor y cuidados, de un momento a otro se pierde entre una nube negra que pasa por la casa y viene a robarse la alegría y la presencia, que apagó la música, el fuego y quitó los ricos aromas que antes venían de la cocina.

Recuerdo de mis momentos de mayor oscuridad no saber cómo explicarles a mis hijos que la tranquilidad que necesitaba no tenía que ver con ellos, que el impulso de alejarme no tenía ninguna relación con el inmenso amor que siento por ellos. Que tampoco puedo desconectarme en paz, porque cuando me alejo los extraño, los necesito y con el alma agotada hago un esfuerzo sobre humano para estar presente.

Tengo dos juicios sobre maternar en depresión: como hija y como madre.

Como hija me marca el dolor, la confusión, la inseguridad que me generaba el sentirme responsable por las ausencias de mi mamá. El sentir que yo era el problema y la causa de su enojo o pena. Que si no salía de paseo con nosotros o si no había nada rico para comer era porque no me quería. Lamentablemente vine recién a entender sobre los 40 años que toda esa distancia no tenía nada que ver conmigo, que estaba muy lejos de ser la culpable y que, sobre todo, soy una hija amada.

Como madre, me enfoco en evitar a toda costa que ellos se sientan responsables de mis estados de ánimo, decirles tal vez demasiadas veces al día que los amo, acosarlos con tantos besos como me sea posible, pero sobre todo hablarles de lo que siento y escucharlos en sus conversaciones donde las emociones toman una posición central.

Me propuse romper el tabú de esta enfermedad

Dejar de guardar el secreto familiar, jamás sentir vergüenza y nunca, nunca, negar el espacio para el dolor o el enojo. Quizá la herencia de la depresión es uno de mis mayores temores y no tengo un súper poder para evitar que mis hijos la padezcan, pero siento que, si hago ruido, si lo hablo, lo lloro o lo escribo saco el fantasma del escondite.

Evitar esa oportunidad que encuentra entre la vergüenza, la ignorancia o simplemente el temor para ocultarse y asaltar el alma de quien encuentre desbordado y desarmado. Y yo mientras tanto hago ruido, como mamá en alerta para lanzarle el gruñido, aprendiendo y haciéndome fuerte para protegerlos desde mi propio bienestar. Entendiendo que, si bien tal vez no pueda evitarles el dolor, al menos podré acompañarlos con honestidad, empatía y amor en sus momentos de oscuridad.


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